El Jardín. Una Parábola
LA MEDITACIÓN (I)
Las palabras del maestro Tsong Khapa y, por lo que creo ahora, la muerte de mi madre, me afectaron en gran medida. No es que me sintiera desalentado o cayera en la desesperación; externamente llevaba una vida normal, continuaba con mis estudios y escribía.
Me ganaba la vida de manera modesta pero cómoda. Los paseos y la muerte, no obstante, se hicieron compañeros inseparables en mi mente; uno era razón para el otro.
Ciertamente, mi madre había llevado una vida buena y fructífera; había criado a sus hijos, participado en nuestro mundo, nos había proporcionado en todo momento lo que necesitábamos, incluso a los extraños que llevábamos a casa. Pero, ¿qué sentido tenía todo aquello, si, a pesar de cómo vivió, tuvo que envejecer y morir de un modo tan horrible de cáncer; y todo aquello por lo que había luchado: sus hijos, su hogar, su trabajo, se iba derruyendo como un castillo de naipes, cayendo en el olvido después de que ella misma hubiera sido olvidada? Era una prueba de la verdad de las palabras que había pronunciado Tsong Khapa en el Jardín, referidas a que incluso aquellas cosas que parecían hermosas y buenas no lo eran tanto, si la muerte y el dolor eran siempre el final de todo.
Y en mi mente, Tsong Khapa existía gracias a Ella: él había venido al Jardín sabiendo mis necesidades y trayendo consigo alguna respuesta a mis preguntas. La muerte y los paseos afectaron a mis pensamientos a lo largo de los meses, y hasta me vi obligado a buscar una pequeña ermita a poca distancia de nuestra ciudad, en el desierto. Allí encontré a un santo abad, amable y erudito, que con agrado me permitió entrar, me dio una pequeña habitación en la que permanecer, y me aseguró trabajo como asistente responsable de una rica colección de libros en la hacienda cercana de un noble. Dediqué mucho tiempo al estudio de los textos sagrados y a los pensamientos a que daban lugar los paseos y la muerte. Y llegué a sentir que existía algún sendero que aprender para dar respuesta a mis preguntas, y anhelé profundamente dicho sendero. Y así, de nuevo, me sentí atraído hacia el Jardín, donde entré justo después del anochecer, en una época del año en que el desierto entraba en su sutil primavera: el aire se sentía ligeramente dulce, el verdor era escaso pero la hierba maravillosa, y los arbustos de rosas crecían rodeados por las paredes de piedra ~e aquel estimado lugar. Una vez allí, de nuevo, la esperé.
Esta vez la espera no fue larga, pero los pasos que sentí aproximarse desde la oscuridad del portalón fueron tan decepcionantes como rápidos, pues aquellos andares eran totalmente diferentes a los de Ella. Era un andar más bien mesurado, alegre, pero sin brincos, casi del tipo ejecutivo y, sobre todo, pesado. Me di la vuelta y vi al Gran Meditador, Kamala Shila.
No era en absoluto como lo habría podido imaginar: no mostraba una presencia severa y austera, ni un rostro o un cuerpo que hubieran experimentado hora tras hora los rigores de la meditación profunda al borde de un rocoso precipicio himalayo, once siglos atrás. Aquí estaba la persona real, y de ningún modo era así. Era de estatura media y regordete, llevaba sus ropas sujetas demasiado arriba, llegándole casi a la altura de las rodillas y dándole una apariencia divertida, como la de un joven. Su rostro encajaba con el resto: mejillas redondas y felices, una buena nariz, piel oscura propia de la India, pequeños mechones de pelo blanco rasurado en la parte superior de la cabeza y, sobre todo, ojitos brillantes sonrientes, en un estado constante de risitas, al igual que él.
– ¿Quieres conocer el Sendero? – preguntó.
– Sí, desde luego – respondí, ya que poder conocer el verdadero sufrimiento del mundo y anhelar el camino para escaparse es algo muy trascendente.
– ¡Por qué no! -se rió él- ¡Por qué no!
– Quiero saber por qué murió mi madre – repliqué melancólicamente – y quiero saber si habría podido hacer algo para evitarlo, o si aún ahora hay algo que pueda hacer por ella, y si tiene que ser siempre de este modo.
– ¡Sí!¡Sí! – contestó – ¡Puedo! ¿Por qué no? ¡Tienes que aprender a meditar! – y se desplomó sobre el colchón de hierba debajo del algarrobo, bendito por las tiernas noches que había pasado allí con Ella.
Se movió para dejarme sentar a su lado. Yo ya había hecho algo de meditación con amigos en la Academia, y había leído un poco al respecto, así que me senté erecto, cerré mis ojos e intenté no pensar en nada.
Se rió y me dio un golpe en la espalda:
– ¿Qué estás haciendo – preguntó divertido.
– ¡Meditando! -dije.
– ¿Correrías una carrera de velocidad sin un calentamiento previo? – preguntó alegremente.
– Por supuesto que no.
– ¡Tienes que hacer el calentamiento! – se rió, incorporándose de nuevo.
– ¿Qué es el calentamiento? – dije, levantándome de mal humor al pensar en estiramientos de piernas y otros ejercicios desagradables.
Por vez primera, Kamala Shila me miró con un poco de dureza:
– ¡Todo el mundo quiere meditar! ¡Nadie sabe cómo hacerlo! ¡Tienes que hacer bien el calentamiento! -dijo.
– ¿Qué es el calentamiento?
– En primer lugar, ¡limpia! -gritó, y empezó a correr por el pequeño lecho de hierba, bajando su pequeña panza para recoger hojas sueltas y ramitas hasta dejar la superficie de la hierba suave y limpia a la luz de la luna, preciosa para la vista, un lugar agradable para meditar.
Haz esto en tu habitación, ¿de acuerdo?
– De acuerdo – respondí, y empecé a sentarme,
– ¡No olvides los regalos! – gritó con agudeza.
– ¿Qué regalos? – dije.
– Va, a venir gente importante -dijo riendo compulsivamente – necesitas algunos regalos bonitos para cuando lleguen aquí.
Miré dubitativamente al portalón del Jardín, aprensivo ante la idea de ver a una multitud de felices meditadores como él mismo:
– ¿Quién va a venir? – pregunté.
– ¡Nadie que tú puedas ver! – respondió.
Se dirigió al banco de madera, y hurgando en la parte superior de su vestimenta sacó una bolsa conteniendo tacitas de arcilla, que empezó a colocar en fila. Llenó tres con un poco de agua de la fuente, y seguidamente arrancó una pequeña flor roja de un arbusto espinoso (después de lo que pareció una pequeña oración, como si estuviera pidiendo permiso al arbusto para hacerlo), y la colocó en la cuarta tacita.
De una salvia y un enebro junto a la fuente cogió un par de pimpollos que colocó en una quinta taza, reuniendo en la sexta algo de hierba seca. Del árbol de mandarinas pegado al portalón, cogió un fruto, le quitó la piel y puso un par de trozos en la séptima taza, y con agrado se comió el resto, hablando mientras se movía y masticaba, y colocó también un gajo en mi mano.
-Supón – dijo entre mordiscos – que alguien muy importante tuviera que presentarse en este Jardín esta noche durante nuestra meditación. Quizás incluso una gran Reina de pelo dorado y con una corona de oro…
– me guiñó el ojo con astucia, como si supiera por qué mi corazón me obligaba a regresar a este lugar-. Querrías darle una bienvenida apropiada tal y como vosotros, la gente del desierto, hacéis con vuestros invitados.
– Pero ¿a quién estás esperando realmente? – pregunté.
– ¡Debes invitar a los Iluminados! – dijo riendo -.
¿Cómo puedes meditar si no están contigo? ¿Cómo puedes meditar sin la presencia, aunque sólo sea en tu mente, de tu Maestro del Corazón?.
Estas últimas palabras, Maestro del Corazón, me atravesaron profundamente, como una punzada en el pecho, porque lo único que podía imaginar, cuando pensaba en el «Maestro del Corazón», era en mi Dama dorada.
– Ahora – continuó, inclinándose sobre las tacitas – ponlas en orden, así. Una taza de agua representa el ofrecimiento en una copa de cristal de una bebida agradable y maravillosa, para agasajar a un invitado.
– Después hay otra taza de agua – mientras tanto iba moviendo las tacitas de un lado a otro, como jugando con conchas -, un recipiente con agua caliente, procedente de fuentes termales, agradable para lavar los pies del invitado, cansado de su viaje.
– En tercer lugar está la flor. ¡A todos les encantan las flores – aspiró profundamente la fragancia de la flor-.
A continuación el incienso – y con una chispa de un pedernal, que sacó de los pliegues sin fondo de sus vestimentas, prendió las hojas fragantes en la siguiente taza.
– ¿Siempre llevas estas cosas contigo? – inquirí secamente.
Se volvió lentamente, serio como un cadáver y me miró a la cara:
– ¿Quieres el Sendero? Tienes que meditar. ¿Quieres meditar? ¡Tienes que hacer un calentamiento! Por supuesto, las llevo a todas partes y medito… ¡en todas partes!
Encendió la hierba seca en la siguiente taza que contenía resplandecientes y aromáticas ascuas:
– Es bonito encender la luz cuando viene una visita. Ahora, mueve la siguiente taza de agua en la hilera; es un ungüento aromático con el que unges al invitado, usa tu imaginación y disfrútalo. Estoy seguro que hay en tu imaginación algún invitado al que te gustaría ofrecer este perfumado ungüento – y me miró de soslayo, de un modo extraño, recordándome a alguien.
– Ahora, el último de la hilera: pon aquí el trozo de fruta, que es adecuada para alimentar y honrar al invitado.
Me preguntaba si empezaríamos realmente la meditación en algún momento; él intuyó mi pensamiento, y con un matiz de desesperación dijo:
– Necesita su tiempo. Debes presentar bien estos regalos.
– ¿Es que los usan realmente? -pregunté cortésmente.
– Por supuesto que no – dijo. Crees que los Iluminados necesitan comida para comer o agua para beber?
– Bien, en este caso –respondí – ¿para qué exponemos estas cosas? Yo creía que íbamos a meditar.
– ¿Quieres correr? ¡Tienes que hacer un calentamiento!
No puedes meditar sin Ellos, no puedes meditar sin tu Maestro del Corazón aquí, contigo, ayudando, bendiciendo, concediendo fuerza. La preparación de los regalos prueba que deseas que vengan aquí: por favor… venid, quedaros conmigo un rato, mientras medito.
Después, de repente, Kamala Shila se puso a cantar dulcemente: era una oración; dirigía su rostro angélico hacia arriba, y aunque tenía los ojos cerrados era como si estuviera viendo a alguien allí, encima de nosotros, en el cielo repleto de estrellas, y era a quien estaba haciendo aquel ofrecimiento.
Al acabar, bajó su rostro y me miró feliz:
– Este es el último regalo, mi preferido: antes de sentarte a meditar dales siempre un poco de música.
– ¿Así, por fin, nos podemos sentar a meditar? – pregunté con ternura, puesto que nadie podía negar la belleza y el sentimiento del lugar de meditación que Kamala Shila acababa de crear. Con toda seguridad, tanto el Jardín como mi propio corazón se habían calentado realmente y me sentía bien, listo para empezar la meditación.
– Sí, ¿por qué no? ¡Es el momento de sentarse! – exclamó.
Me incliné para sentarme, pero sentí que su brazo tiraba de mí.
– ¿y ahora qué?
– Te has olvidado de saludar – dijo, como si le sorprendiera mi ignorancia al respecto. Juntó sus manos sobre el pecho, una contra la otra, y se postró con gracia y respeto, como si algún ser especial estuviera frente a él.
Luego, despacio, se sentó en la hierba.
Le imité y me instalé en la hierba, pero él – se incorporó de nuevo como una pelota de goma. Yo estaba muy irritado, pensando en lo tarde que se estaba haciendo, y me senté de mal humor, con la mirada fija. El paseaba a mi alrededor como una abeja revoloteando en torno a una flor.
– ¿Dónde está tu asiento? ¿No tienes asiento de meditación? ¡Has de tener la espalda más elevada que la parte frontal!
Agarró mi hombro y me empujo hacia delante mientras metía bajo mi trasero un pliegue de ropas (que había aparecido misteriosamente de debajo de su vestimenta).
Puso su mano en mi tobillo izquierdo:
– ¡Ponlo sobre tu muslo derecho! ¡Siéntate recto! – me dio una palmada en la espalda estirada- ¡baja el hombro derecho para que se nivele con el izquierdo! Colócalos a la misma altura. Deja la cabeza fija ¿Es que no te han enseñado nada? – sentí deseos de estrangular al gran maestro humorista.
– No mires hacia abajo, no mires hacia arriba, tan solo al frente, y deja de caerte hacia la izquierda – sus dos manos me estaban sujetando las sienes de la cabeza, como una prensa -. ¿Dónde tienes la lengua?
– En la boca, como es natural – contesté. El no parecía estar escuchando.
– Colócala suavemente detrás de los dientes, mantén la boca suelta, natural, como siempre –agregó -. No puedes meditar si estás babeando o tragando saliva toda la noche, verdad? Deja de respirar por la boca! ¡Te quedarás seco!
… continuará …
Preciosas enseñanzas del Gran Meditador Kamala Shila.
Fuente: El Jardín. Una Parábola – Gueshe Michael Roach – Ediciones Amara
Permiso para reproducir este capítulo: Isidro Gordi – Ediciones Amara.